“Pero algunos de la secta de los fariseos que habían creído, se levantaron….” Hechos 15:5
Original de Maximiliano Hartard
Tres años han pasado
El tiempo se ha cumplido.
Los ciegos ven, los cojos corren y los muertos resucitan.
Miles han sido alimentados y millares fueron sanados, aunque a Roma no le agrada el gentío ni el alboroto el Mesías ha seguido su camino.
Los doce han sido escogidos y Galilea es la testigo.
Jesús tiene seguidores, pero también enemigos, pero ya nada detendrá el amor del Santo peregrino.
Cap.1
Mis monedas
Ya bordeaba la hora sexta y el singular calor del medio día aumentaba la extravagancia de olores de los animales, sacrificios e inciensos de oriente que aportaban un aroma más bien fuerte y espeso que agradable. La gente iba y venía. El alboroto no tenía precedentes. El Templo era un lugar sagrado y no había quien se atreviera a desafiar a los sacerdotes, mercaderes y cuanto aprovechador existiera negociando en sus atrios. Cientos de monedas rodaron por el suelo y el negocio se vino abajo, sería la ruina para más de alguno de los cambistas y la gloria para todos aquellos que se lanzaron al suelo a recogerlas. Hombres y mujeres sin importar a quien empujaban, pisaban o golpeaban tomaban monedas fenicias, romanas, dracmas griegos y talentos que pululaban a la entrada del templo de Jerusalén. Un niño lloraba luego de que un frenético y desesperado visitante pisara sus pequeñas manos en pos de una moneda. El conocido ciego mendicante preguntaba qué pasaba mientras tanteaba con su bastón de caña y lejos de recibir una respuesta, caía al suelo producto de un empujón a manos de un guardia del mismo templo que en lugar de poner orden, de rodillas entre las milenarias losas robaba monedas también. Las palomas por decenas, emprendieron el vuelo cuando fueron abiertas y rotas sus jaulas, salvándose del sacrificio a manos de un pobre peregrino, mientras algunas ovejas se movían siempre a resignado tranco hasta que un puntapié o empujón las movía unos centímetros descubriendo alguna moneda bajo sus patas. Los que estaban algo más lejos del escándalo miraban confusos, sólo oían la quebrazón de cántaros, el mugido de un buey, el seco sonido de una silla que se quebraba hasta que entendieron qué pasaba y prestos buscaron también sacar provecho. Un par de cambistas sirios intentaron devolver el golpe recibido con un azote de cuerdas, pero no fueron capaces de mirar a la cara al Santo agresor y desviaron luego sus coléricos ojos hacia su negocio repartido entre la muchedumbre. Gritos, llantos, golpes. Qué deshonra para el templo.
Los discípulos estaban tan asombrados como los fariseos. El Maestro nunca antes había estado tan enojado, ni menos le habían imaginado dando golpes con cuerdas a la gente. Pedro y el Zelote dieron lo suyo también a dos comerciantes venidos de Cesarea que pretendieron empujar a Jesús para detenerlo. Los fariseos perdieron el habla producto del escándalo, aunque algunos disfrutaron con la oportunidad de acusar al Galileo, otros más devotos, sintieron agrado con la limpieza que se estaba haciendo del sagrado lugar. “¿Cueva de ladrones?”, parecía una buena definición.
Llegaron más guardias, pero no pudieron ahora frenar la gresca entre cambistas y la gente que recogió el dinero. Muchos salieron corriendo del templo con las manos llenas. Sería la mejor visita a Jerusalén, para adorar, que harían en toda su vida. Qué Pascua aquella. Un par de saduceos aparecieron desde el interior y no entendieron nada. Preguntaban qué había ocurrido y se tomaban la cabeza con ambas manos. Un guardia con monedas escondidas en su diestra atinó a apuntar con la otra al otro extremos del templo al Maestro y los discípulos, diciendo: “Él fue”, y huyó luego para calmar a un negociante de Tiro que apretaba el cuello de un jovenzuelo que salía desde abajo de una mesa arrumbada. Llegaron más guardias. Nuevos gritos y discusiones, un par de ovejas atrapas por sus dueños, más niños lloraban.
Un centinela romano a punto de llamar a la alerta, al ver que se calmaba todo no dio más importancia al incidente, ya que sólo quedaban gritos y lamentos. Estos judíos armaban problemas de la nada. Mucho sol y un solo Dios los hace tan complicados, pensaba.
Quizá fueran pocos minutos, pero para los saduceos y fariseos muy útiles en su afán. A varios metros escucharon a un maduro orfebre venido desde Jope que no tomó una sola moneda y de pié indignado repetía – “¿Tres días? ¿Pero qué pretende? ¿Acaso no sabe que este templo tardó más de cuarenta años en construirse?”- luego bajó la cabeza y salió entristecido por el espectáculo, sin prestar atención al excremento de cordero que pisó indiferente.
En el cielo, extrañamente una docena de aves de rapiña daban vueltas sobre el templo, como si supieran que era cuestión de tiempo la muerte de alguien. Sus negras plumas tenían el mismo color que el traje de aquellos hombres que aún se tomaban la cabeza observando todo.
Al rato y a poco más de unas calles, bajo el toldo a la entrada de la casa de un influyente mercader, se protegía del sol Josafat, un fariseo que no pasaba los treinta años. Proveniente de una familia de clase media de Jericó, se abrió espacio en la sinagoga de dicha ciudad, debido a sus habilidades y gran capacidad para el estudio. Su amplio conocimiento de la Ley, la historia, las profecías y su agudo sentido de la religiosidad judía, le trajeron hasta Jerusalén como un integrante entre los sacerdotes estudiosos del templo. Aspiraba con llegar algún día al sanedrín, aunque para ello debía de haber nacido en el seno de una familia más adinerada. Delgado, cabello negro y un poco más alto que la estatura promedio de su gente, había vivido siempre con austeridad, pese a la ayuda de su familia. Con algo de extrañeza se percató del raro ambiente que se vivía en los alrededores del templo, con mucha gente apurada caminando en sentido contrario o quizás serían madrugadores que ya habrían hecho sus ofrendas, pero con un rápido andar. Josafat era contrario a muchas prácticas actuales, pero era la época en que le tocó vivir. Hubiera preferido estar entre los levitas escogidos por Moisés o haber sido uno de los refugiados de Nehemías reconstruyendo la ciudad de David. Miraba con cierto desapego la ocupación romana, pero por ningún motivo portaría una daga para luchar por la liberación. Estuvo tentado de acercarse a los radicales de Qumran, pero su padre no lo dejó. “Jerusalén es tu meta” – le decía- “no las montañas”. Las ofrendas en el templo era una práctica piadosa, pero las ventas en sus alrededores una nociva influencia de oriente, además de lucrativa, sin duda pagana, pero ese no era su campo, eso era sólo su reservada opinión. Tocaba su corta barba pensando en la gente cuando vio acercarse a Asrael, sacudiendo su ropa y con una cesta bajo el brazo izquierdo. Cambista de monedas desde hacía algunos años, se conocían gracias a antiguos negocios realizados entre sus padres. No eran amigos, pero intercambiaban saludos cada vez que se encontraban. Azrael era de piel aceitunada, heredada seguramente de su abuela materna, una mujer que cautivó a su abuelo entre caravanas de medio siglo atrás y a quien no importó que no fuera judía. De mediana estatura y vientre abultado, no sólo cambiaba monedas afuera del templo, sino que hacía diferentes negocios con hombres de Hebrón y Emaús, actuando como intermediario ante comerciantes mayores. Respetuoso de la Ley, como todo judío, en el fondo seguía su religión por tradición, pero sin convencimiento. El regordete cambista venía hablando solo, molesto, con el rostro casi desfigurado y arrastrando una parte de su túnica. Cuando se aprestaba a ingresar a la casa se encontró bajo el toldo con Josafat e interrumpió bruscamente su balbuceo.
-¿Qué te ha pasado – preguntó el fariseo asombrado, aunque con algo de risa escondida – ¿de qué hablas? – continuó.
-Mira como me dejó! – gritó enardecido mientras seguía sacudiendo su ropa.
-¿Qué te ocurrió?..¿Por qué andas con tu negocio a cuestas?- decía Josafat mirando la cesta, una cajita de madera y un puñado de monedas revueltas en su interior.
-¿Mi negocio?, lo que queda de él, dirás. Perdí todo. Estoy en la ruina, sólo esto logré salvar del barullo.
-¿Acaso robaron afuera del templo? ¿Te asaltaron en el camino?- dijo el religioso cambiando la risa que provocaba la situación de Asrael por un poco de curiosidad.
– No, nada de eso! – Fue ese loco Galileo y su chusma que entraron al templo y de pronto no sé qué se puso a gritar y me dio vuelta la mesa con mis monedas de cambio… perdí todo! La gente se abalanzó sobre mí arrojándose al suelo. A los otros cambistas les pasó lo mismo y se armó un escándalo indigno. – Respondía levantando las manos.
-Supongo que defendiste tus denarios, ¿lo golpeaste? algo hiciste ¿no?
-¿Qué iba yo a golpear?… fue todo muy rápido, a penas alcancé a recoger un par de monedas. Fue todo un desorden. El Galileo tomó una cuerda y comenzó a golpear a medio mundo.- mostraba agitando el brazo derecho.
-¿Y qué hicieron los guardias del templo?
-Nada!, los muy ladrones se pusieron a recoger las monedas y mercancías del suelo y ahí la demás gente se aprovechó. El Galileo se subió a las escalera y dijo: “Destruyan el templo y lo reconstruiré en tres días” o algo así, no entendí bien. Seguro de que nadie le escuchó una palabra. – Finalizó con algo de resignación.
-Pero decir eso es una blasfemia, es algo grave – cambió el tono Josafat pasando de curiosidad a preocupación – Nadie puede referirse al templo con semejantes palabras.
-Tus colegas estaban allí. Alguien le respondió no sé qué cosa, pero el griterío no dejaba oír nada. – Miró la cesta – cinco, seis, siete – abrió la cajita – dos tres.
-Además es peligroso un disturbio así, los romanos no tolerarán otro en la ciudad. Hay mucha gente. Podrían reprimirnos a todos por eso. Pilato es corrupto y cruel-sentenció el fariseo.
-Sí, Pilato, los romanos, los saduceos, ese Galileo y todos los que me robaron. Pero, ¿Quién se ha creído? ¿Pararse así en el templo y hacer tal cosa?.
-¿Te refieres al Profeta? Preguntó Josafat, levantando una ceja.
-Qué sé yo si es profeta o no, lo que sé es que me hizo perder todo justo hoy al inicio de la fiesta, estoy en la ruina.
-¿Qué hicieron los sacerdotes? Dijiste que estaban ahí.
– Algunos. Veían todo asombrados, se escandalizaron al ver las monedas rodar por el suelo y otros se tomaron la cabeza, gritando, “blasfemia, blasfemia!” cuando oyeron lo del templo.
-¿Se tomaron la cabeza? Claro, la cabeza, aunque de seguro les dolió más el bolsillo- agregó con sarcasmo Josafat.
-No te rías, casi pierdo todo. Sólo tengo algunas monedas para cambiar.
Asrael había heredado un pequeño negocio de su padre, quien lo heredó de su abuelo. Un hombre de poca iniciativa y mediana inteligencia, al menos en los negocios se sintió cómodo. No tuvo grandes empresas, quizás su carácter arruinaba todo antes de concretar un acuerdo y tenía que medirse solamente con pequeños pastores que vendían sus lanas o simples alfareros que ofrecían sus gredas a bajo precio. Sólo cuando logró establecer contactos en Jerusalén apareció una interesante pizca de ambición que no dudó en acompañarla de corrupción. Unas monedas aquí y otras allá, siempre bien colocadas lo acercaron a círculos de cambistas que lo incorporaron al gremio gracias a su astucia y más de algún engaño. Luego, el negocio de homologar dracmas, denarios, blancas y siclos, le reportó tan buenos dividendos que dedicó la mayor parte de su tiempo a tal faena. Los demás negocios eran esporádicos y sólo cuando alguna crisis ameritaba especular un poco. Ahora, este golpe le había dolido. Por su parte el fariseo se dejó abstraer un instante y veía al mercader hablar y hablar, pero no le oía. Sólo escuchó sus pensamientos por un instante y se sentó mientras Asrael se paseaba incontrolado. Josafat sabía que entre los dirigentes del Sanedrín y Pilato había un acuerdo, un préstamo de dinero, literalmente. La aristocracia saducea se mostraba a veces proclive a Roma, si acaso había alguna conveniencia. Los impuestos son un asunto de Estado, pero las ofrendas un tema religioso local. Cambiar monedas en el templo para que no llegaran hasta el altar imágenes paganas, tenía sentido, pero los porcentajes de ganancia y los derechos de instalación ya eran otra cosa. Para algunos otros fariseos, el arreglo entre los dirigentes y el tribuno eran sólo rumores. No podía mezclarse Dios y César.
-¿Cuánto pagas a Caifás por el derecho a cambiar en el templo?
-Lo mismo que todos, pero no es asunto tuyo.
-¿Y a los publicanos? – insistió.
-Ya dije que no es asunto tuyo. En todo caso son todos unos sinvergüenzas, ladrones y ese otro es un loco, perdí hasta mi mesa!
-Al profeta lo vi un par de veces, en Cafarnaum y Betsaida – recordó Josafat – En pueblos y aldeas pequeñas, siempre estaba rodeado de gente que le escuchaba. Incluso supe que unos miembros de la orden le avisaron que tuviera cuidado con Herodes, ya que había matado al Bautista. La verdad es que no todos son partidarios de los saduceos y sus maquinaciones, pero otros se sienten tremendamente ofendidos con sus enseñanzas. El hombre es algo así como un mago, un curandero notable, ha habido otros como él en el desierto, aunque dice cosas muy ciertas.- finalizó poniéndose de pié.
-¿Acaso anduviste siguiéndole? ¿Es verdad que se rodea de pescadores y campesinos? Qué hacías en medio de esa gente – condenó Asrael- como si tal cosa fuese un mal negocio.
-Digamos que no le “seguía”, sino que observaba. Hace un par de años que está llamando la atención de una u otra manera a los sacerdotes y el Sanedrín me pidió informarles acerca de sus enseñanzas.
-Espiando? – Dijo Asrael levantando una ceja.
-No precisamente – respondió Josafat – aunque da lo mismo – finalizó.
Josafat recordó por unos instantes aquellas veces que estuvo entre la multitud a orillas del lago Genesaret. Mentalmente refutaba cada palabra del Galileo, pensando en la Torá, las tradiciones, los profetas, pero no tenía mucho éxito. Sus conocimientos no siempre encontraban el argumento adecuado para descalificarlo, pero aún así se autoconvenció en cada ocasión de que era un mero excéntrico del desierto. De hecho, al principio halló más sentido a las palabras del Bautista que del Nazareno. El ataque a Herodes fue genial, decía. Encontró explicación a varios prodigios, dando tranquilidad a los sacerdotes que preguntaban por Él desde Jerusalén. Los peces, los panes, los enfermos, serían parte del convenio. Aunque reúne a millares, su grupo cercano era reducido y no constituirían un peligro político, no preocuparía a las autoridades romanas, como los zelotes. De hecho ni si quiera se escondían. En algunas sinagogas y pueblos como Betsaida, Nazaret, Gadara y Samaria fue rechazado por la gente. Bueno, “no toda”, reconoció en su divagar mental. Luego dejó salir en voz alta unas palabras sin reparar que Asrael no había parado de hablar.
-Sabía que vendría, pero ¿Por qué a Jerusalén, si acá tiene tantos enemigos?
-Yo sé a qué vino ¿Sabes? Vino a dejarme en la ruina y lo va a pagar. Ya verás – señaló el cambista golpeándose la mano con la otra. Tomó sus cosas y entró en la casa frente a la cual llevaban largos minutos conversando.
Una paloma se posó en los palos que sostenían el toldo, los carroñeros seguían dando vueltas más arriba y unos niños pasaron corriendo por la estrecha callejuela jugando. Jerusalén pareció continuar con el desarrollo de la fiesta. Eran miles los que habían venido desde todas partes de Palestina y los alrededores. Muchos sólo supieron del incidente del templo al día siguiente. Para algunos no fue nada, para otros la divina mano que ajustaba cuentas con los cambistas inescrupulosos y para los sacerdotes no sería algo a tomar a la ligera. Josafat siguió pensando mientras caminaba hacia la la Torre Antonia, subiendo desde el camino a Cesarea.
-¿A qué habrá venido? ¿por qué vino en medio de esta fiesta?
Ordenó los rollos que traía en su mano derecha y anduvo absorto unos pasos. Miraba a su alrededor luego y reconoció la gran cantidad de afuerinos que había llegado a Jerusalén, no sólo por sus ropas, sino su inconfundible acento aldeano. Miró unos niños de la mano de sus padres y recordó su infancia cuando venían a la misma fiesta junto a toda su familia. Su padre, ahora viudo ya no viajaba. La muerte de su madre había generado un cambio radical en muchas de las costumbres familiares. El pequeño negocio continuaba al menos y su hermano Isacar ya dirigía algunos convenios en reemplazo de su padre, como intermediario entre árabes y sirios.
Jerusalén no había cambiado mucho desde su niñez, pensaba, aquellas piedras estaban allí desde hacía siglos, ¿qué podrían hacer unos veinte años en que no había pasado nada? Un Herodes seguía a otro, los romanos continuaban con la ocupación, los pastores y sus vigilias no se diferenciaban de los tiempos en que el rey David cuidaba las ovejas de su padre. Las turbulencias político-sociales de aquel siglo estaban radicadas en Roma y Egipto debido a las guerras entre sus generales. Israel se mantenía al margen y sólo era un punto de paso o un botín a cambiar de amo, según las victorias de las legiones. Quizá la única novedad para la ciudad habría sido la edificación de un nuevo templo en tiempos de Herodes el Grande, suertudo usurpador, asesino de niños. Bien sabía Josafat que de haber nacido en alguna de las aldeas del sur quizá no estuviera vivo por aquel arrebato maníaco del rey. Influenciado por reyes de oriente y sus paganas interpretaciones de los astros, Judea vivió tal infanticidio. No obstante la ciudad se mostraba majestuosa, sus muros, palacetes, portales, torres, estanques y las cientos de casas de adobe y piedra que se acomodaban entre todas sus colinas. Todo un símbolo para un devoto fariseo o cualquier judío, la Ciudad de David, la capital de Salomón, historias y pasado majestuoso que hacía obviar aquellas partes roídas, añejas y descuidadas de la ciudad. No importaba, era la capital de Israel, el pueblo escogido. Dobló por un callejón y continuó su camino rumbo a la casa de Caifás, aunque se sintió tentado de volver atrás y ver cómo seguía la situación del templo después de lo descrito por Asrael. De seguro le preguntarían qué dijo en Nazareno, pero no importaba, ya había muchos testigos. Jerusalén.- ¿a qué habrá venido?- volvió a preguntarse y volvió en sí cuando casi tropieza con las patas de un camello echado en plena calle.