Cap. 2
Las Mujeres
La casa era simple, aunque espaciosa, con un pequeño aposento en alto en que guardaban algunas cosas y comúnmente utilizaban, lo que reflejaba un buen pasar por parte de los dueños. Marcos y su familia conocían al Maestro y se sintieron muy honrados de hospedarlos durante la fiesta. Aunque eran más de una treintena, unos alojaron en casas de conocidos o alguna posada habilitada para recibir peregrinos en tiempos de muchedumbres, dejando así sólo al círculo más íntimo en la casa. Los anfitriones poseían también un huerto en Getsemaní y otras casas en aldeas del sur de Jerusalén. Aunque hubo un par de sirvientes dispuestos, las mujeres del grupo estuvieron atentas para ayudar y prepararon los rincones en que se acomodaron para pernoctar o comer cuando estaban todos juntos. En el alto de la casa había un ambiente acogedor, aunque no podían andar erguidos, era un lugar grato, ventilado en verano, cerrado en invierno. Se llegaba por una pequeña escalinata de 8 peldaños, construida junto a la pared norte de la casa, aprovechando los desniveles del terreno que ofrecía Jerusalén. En la planta baja, al nivel de la calle de la puerta principal, había dos grandes espacios que conectaban con una especie de cocina en la que estaba siempre encendido un fogón. El mobiliario era austero, de madera, unas bajas mesitas, un par de cueros en el suelo y mantas apiñadas en los rincones. María y María Magdalena eran un dúo que se había hecho inseparable. Las otras mujeres cooperaban también, pero en ese instante, ambas entraron desde la cocina y patio interior con su rostro algo sombrío. Vestían de manera muy similar, con sobrios y oscuros tonos, aunque algunos kilos evidenciaban claramente quien era quien. Quizá el par de décadas que María llevaba de ventaja, la crianza de tres hijas y una temprana viudez influían en esta diferencia. La vida le había empobrecido tempranamente, pero en su pequeña aldehuela supo sobrevivir y encontrar esposo para sus hijas, un pastor, un pescador y un alfarero. También pobres. Traía varios utensilios de madera en sus fuertes brazos y un cesto con más mantas.
– ¿Has notado que el Maestro está algo extraño?- dijo con pastosa voz.
– Con tanta gente y con tanto calor, cualquiera andaría enojado. – respondió María Magdalena, reflejando más que indiferencia un sentimiento de normalidad para un hecho común y corriente.
– Nunca lo había visto tan enojado.- insistió María
– No imaginé que se molestara de ese modo al ver a los comerciantes en el templo. Siempre han estado allí.- agregó quedándose quieta unos segundos
– Los cambistas y sacerdotes deben estar enojados. Me dio tanto miedo.- Finalizó y volvió a moverse.
– Ya deja de pensar en eso. Empecemos a preparar el pan sin levadura. Esta Pascua será muy especial.- Señaló María Magdalena poniendo fija la vista en el suelo, ocultando tristeza y vergüenza
– La anterior la viví en mi antigua vida – finalizó.
María Magdalena no conoció a su padre y su madre murió al darla a luz. Su abuela cuidó de ella como pudo unos años y rogó luego a una lejana pariente de la costa norte que se hiciera cargo pues ella estaba enferma y además debía de atender al abuelo. Tenía catorce años, cuando, camino a Tiro en una pequeña caravana, fue asaltada por bandidos que la llevaron luego a las montañas. A la primera parada, nocturna camino a las cuevas de los fugitivos, el líder del grupo no permitió que nadie le tocara, excepto él. Llevada por el grupo un par de jornadas, aunque brutal en su fondo, el líder la trataba con suavidad, dando agua y alimento una vez al día para al anocher transformarla en su ocasional compañera. Sin saber si acaso fue buena suerte o una desgracia mayor, luego de unas semanas en manos de estos foragidos, fue vendida a un tratante nubio de esclavos que, luego de comprobar que no estaba tan maltratada, pareció ser su salvación. Siguió en otra caravana en que al menos había otras mujeres, comió y pudo pasar las noches sin ningún despreciable compañero. Fue llevada a Sidón, un puerto en la vecina Fenicia y entregada a la casa de una madura mujer que al principio le trató como una hija. Pasados unos meses como sirviente, fue obligada a observar el trabajo de las más antiguas y comenzó a entender su próximo futuro en dicha casa, acompañando a los hombres que bajaban de los barcos que a diario llegaban. Resignada al ejercicio de este oficio y con más de alguna golpiza por parte de un depravado o del mismo dueño de la casa cuando le miraba desafiante, al cabo de unos años, una legión romana pasó por Sidón rumbo a Judea y por su juventud y atractivo fue asignada para seguirles como lo hacían decenas de comerciantes que abastecían al ejército, de todo tipo de bienes y servicios. Cuando la legión pasaba por las cercanías de Tolemaida, una caleta a 80 km al sur, María Magdalena decidió escapar hacia Galilea cansada del sufrimiento y sacando fuerzas que nunca supo que había tenido, aprovechando una noche de borrachera de su jefe. Caminó sola hacia Caná entre el desierto y quebradas, aprovechando la frescura de la noche, escondiéndose de día hasta que finalmente llegó a Tiberias, donde se quedó, pero al poco tiempo se ganó la vida de la única manera que sabía hacerlo y pronto logró instalarse en una modesta vivienda, pero muy visitada. No sentía vergüenza por su oficio, era la vida que le tocó vivir. No la había escogido, pero los siete hombres que la atormentaban en su interior no le permitían salir de las tinieblas hasta aquel día. En Tiberias oyó hablar del Maestro, pero no significó nada, hasta que le escuchó personalmente unos meses más tarde. Hoy era libre.
– Olvídalo.- dijo María
– Cuando Dios perdona, borra todos nuestros pecados y una nueva vida comienza.- dijo su amiga quedándose quieta y mirando con verdadera ternura a María Magdalena.
– Una nueva vida, es cierto. Yo sé lo que es eso. Lo que no sé es si habremos de resucitar como Lázaro.
– No lo sé. Eso no lo entiendo bien, tampoco lo del reino y eso que dijo que tendría que morir. – Agregó María algo despreocupada, ya que hablaban mientras pensaba en las provisiones necesarias para preparar la Pascua y especialmente el pan sin levadura.
– Obvio, todos tenemos que morir, también le escuché, pero ¿Un hombre Santo como Él? – preguntaba María Magdalena sin convencimiento.
– Hay muchos otros que merecen la muerte – dijo acudiendo a un fugaz pero doloroso recuerdo.
– Muchacha, Él no es un hombre corriente, ni si quiera un hombre santo, es mucho más que eso. Creo que es el Mesías, como dijo Pedro, el Hijo del Dios Altísimo.- Habló sabiamente María.
– Cierto, sólo un hombre con el poder de Dios podría hacer las cosas que ha hecho y lo más increíble es cómo cambian las personas después de conocerlo. He oído decir que Él no es como muchos están esperando, con caballo, espada y dirigiendo un ejército contra Roma, pero no me importa, yo sólo sé que Él me ama, con un amor único, puro y diferente.
María Magdalena, quien realmente había vivido sin saber lo que es el amor, entendía perfectamente el sentimiento que el Maestro despertaba en ella. Ni pensar en sus otrora clientes y ni si quiera en el amor de madre e hija. El Maestro era todo lo que podía entender sobre el amor. María seguía acomodando cosas en sus manos y miraba a su alrededor para evitar que algo quedara atrás, como si sus fuertes brazos pudieran cargar más. También pensó en el amor, pero luego dijo:
-Ya niña, continúa, tenemos que ir por el vino, el pan y unas pasas.
-¿Sabes? tengo un secreto – interrumpió cambiando bruscamente de tema María Magdalena
– ¿Recuerdas la mujer que fue sanada la semana pasada?
-¿Cuál de todas?, Muchacha, ¿piensas que se pueden enumerar?
-La que usaba muletas y llamó al Rabí desde la orilla del río.
-La de ropas extrañas? De Oriente. Si me acuerdo. Fue maravilloso.
-Resulta que por la tarde buscó al Jesús y como no pudo llegar hasta Él, me regaló unos perfumes y ungüentos para usarlos en alguna ocasión especial. Como cuando lavé sus pies.- Agregó María Magdalena haciendo un guiño con sus ojos en gesto de recuerdo.
– Si, me acuerdo bien. No sé cómo pudiste llegar hasta el Maestro aquella vez. Pedro estaba muy enojado.- Dijo María frunciendo el ceño.
– Y cuando no? Pero creerás que nadie me cerró el paso?, no se atrevieron.
– Yo quisiera haber lavado sus pies alguna vez, pero mi encuentro con él fue en la campiña, después de oír sus enseñanzas.- agregó mirando al vacío
– Pero bueno, mañana o pasado le hablamos del asunto y veremos qué hacer con los perfumes. Ahora terminemos de preparar el aposento alto. ¿Dónde están los higos? Debo ir por ello. Acompáñame?
-Claro, me acabo de dar cuenta que faltan unas copas también. Vamos. Ambas mujeres salieron de la habitación en silencio, cada una ensimismada en sus pensamientos y recuerdos que, en sólo unos pocos minutos habían viajado al lejano pasado y a un profundo sentimiento que apretaba el corazón. Afuera una leve brisa refrescó un poco el mediodía, pero no duró mucho. Así era en Jerusalén. El mes de Nisán, cuando ya había comenzado la primavera, era por lo general agradable. A veces caían unas gotas de lluvia que trataban de hacer durar un tanto más el invierno, pero el clima en la zona era más bien seco. El calor de esta semana era eso sí algo inusual, como extraño era el ambiente en toda la ciudad. Siempre a la fiesta de los panes sin levadura acudían miles de afuerinos y las autoridades romanas estaban alertas y como siempre amenazantes.